Lo mejor de la lotería fue compartirlo

lotería

No recuerdo el número exacto de la lotería. Sé que terminaba en 8, y que mi padre decía que era el suyo. Todos los años, sin falta, lo buscaba. A veces lo encontraba en la misma administración del barrio. Otras veces tenía que pedirlo, o encargarlo con tiempo para tenerlo para el sorteo. Pero lo tenía, siempre lo tenía. Y cuando por fin lo tenía, lo metía en un sobre marrón que guardaba en el tercer cajón de la cocina. Ese donde estaban el abrelatas, los bolígrafos que no escribían y una lupa que nunca usaba pero nunca tiraba. Lo metía allí como quien esconde un pequeño tesoro.

Yo era pequeña, tendría nueve o diez años. Para mí, acompañarlo a comprar la lotería era más una aventura que un trámite. Él me daba la mano y caminaba conmigo despacio, como si ese día fuera distinto. Nunca tenía prisa. Hablaba con todo el mundo, preguntaba por la familia de la lotera, comentaba que ya olía a Navidad. Y, sobre todo, me contaba por qué compraba ese número cada año.

—Es por ilusión —me decía—. Hay cosas que se hacen por costumbre, y otras por esperanza. Esta es por las dos.

Con los años, entendí que aquello no era solo un rito de padre e hija, sino una especie de ceremonia íntima que nos anclaba a algo mucho más profundo. Era su forma de hacerme participar en una esperanza. Aunque él nunca lo dijo con esas palabras.

 

La mañana del sorteo era otra cosa

Cada 22 de diciembre, mi padre se levantaba temprano. Más que de costumbre. Se hacía un café, encendía la radio y se sentaba con papel y bolígrafo. Lo tenía todo preparado. Me llamaba y yo iba, aún medio dormida, y me sentaba con él. Ponía la mano sobre mi rodilla, o a veces simplemente me sonreía sin decir nada.

Ponía atención a los niños de San Ildefonso como si fueran oráculos. Tomaba nota de algunos números, decía cosas como «ése se parece al mío», o «este año sale alto». A veces sonreía, otras negaba con la cabeza. Y cuando el nuestro no salía, que era lo habitual, simplemente apagaba la radio y decía:

—Tampoco esta vez. Pero no pasa nada. Lo importante ya lo hemos ganado.

Yo le preguntaba qué era eso que habíamos ganado. Y él me respondía:

—Este rato. Esto de estar tú y yo aquí, escuchando juntos. La ilusión, hija. La ilusión no la compra el dinero. La crea uno mismo.

Después salíamos a la calle como si nada hubiera cambiado. Y sin embargo, algo sí cambiaba. Yo sentía que ese momento nos había unido más. Que estábamos del mismo lado, soñando lo mismo. Y no importaba si el sueño se cumplía o no. Lo importante era compartirlo.

 

Las cosas que se heredan sin envolver

Cuando mi padre murió, no fue lo que dejó en el banco ni en papeles lo que más me importó. Fue abrir ese cajón de la cocina y ver que seguía allí la lupa. Que seguían los bolígrafos inútiles. Y que había varios sobres marrones con los mismos números de años anteriores. Con su letra. Con la fecha. Algunos ni siquiera estaban abiertos.

Los abrí uno por uno. Y ver su letra. Recordar su manera de decir «vamos, que si no se acaba». Sentir otra vez, aunque solo fuera por unos minutos, que estaba ahí.

No dejó cartas. No dejó instrucciones. Pero dejó eso. La prueba de que, para él, esos momentos contaban. Que merecían ser repetidos. Que valía la pena tener fe, aunque solo fuera una vez al año.

 

La primera vez con mi hija

La llevé de la mano, igual que él me llevaba a mí. Tenía cinco años y se empeñó en ponerse un gorro rojo con pompones. Caminaba dando saltitos. Entramos en la misma administración donde él solía comprar. La señora que atendía me reconoció. «¿Tú eres la hija de Andrés?», me preguntó. Le dije que sí. Sonrió como quien ve algo que ya no esperaba ver.

Le pedí el número que mi padre siempre compraba, solo por la tradición de tener el mismo. Pero no lo tenían. Aun así, me ofreció uno «parecido». Lo acepté. Me lo dio en un sobre marrón. Igual que los de antes. Me temblaron un poco las manos al recibirlo. Mi hija me miraba con curiosidad. «¿Y esto qué es?», preguntó. Le respondí lo que él me decía a mí:

—Es una promesa. De que pase lo que pase, vamos a estar juntas esperando algo bueno.

Luego fuimos a por churros. Hacía frío. Se me empañaron las gafas al entrar en el bar. Y tuve un nudo en la garganta que me acompañó todo el día. Era una mezcla de nostalgia y gratitud.

Porque, de algún modo, estaba repitiendo algo sagrado.

 

Cuando lo importante no es ganar

Ese año tampoco tocó. Ni ese, ni el siguiente. Pero a mí me da igual. Porque ahora soy yo la que se levanta el 22 de diciembre, pone el café, enciende la radio. Y mi hija baja, con los ojos entrecerrados, arrastrando su manta. Se sienta a mi lado. Y escuchamos. Y anotamos los números. Y celebramos como si fuéramos parte de algo muy grande.

Y lo somos. No hay premio que pague esa complicidad. Esa manera de enseñar que la espera puede ser tan bonita como el resultado. Que soñar en compañía es, en sí, un regalo.

Y eso se nota. Cuando alguien te ha enseñado a esperar con cariño, también sabes esperar en la vida. No solo por un sorteo. También por un trabajo. Por una recuperación. Por una persona. Aprendes a mirar hacia delante con esperanza, sin desesperarte por el resultado.

 

Un consejo que me marcó

Hace un par de años, mientras recogía el décimo, la lotera me dijo algo que me marcó mucho. Yo le conté que seguía comprando el número de mi padre. Le dije que no era por el dinero. Ella asintió como quien ha escuchado muchas historias parecidas. Me miró con esa calma que tienen quienes llevan toda la vida entre sueños ajenos, y me dijo: “La ilusión es algo que, pase el tiempo que pase, jamás se pierde”.

Al mismo tiempo, desde la Lotería María Victoria, lotera con amplia experiencia en este tipo de casos, me dijeron lo siguiente: “He visto gente llorar por lo que ha tocado y a gente por lo que no. Pero los que vienen cada año con la misma ilusión… esos ganan siempre. A veces los números no salen, pero la ilusión permanece ahí. Y esa es la que al final, de verdad, cambia las cosas”.

No lo olvidé.

Desde entonces, cuando lo cuento, uso esas palabras. Me gusta pensar que en cada décimo hay una historia. Y que la mía, aunque no dé millones, vale más de lo que parece.

 

Lo que en realidad compartíamos

Él y yo no compartíamos grandes viajes. Ni partidos. Ni colecciones. Pero compartíamos ese rato. Esa caminata al frío en diciembre. Ese sobre. Ese número. Y todo lo que significaba.

Y ahora lo comparto con mi hija. Puede que un día ella también lo comparta con alguien más. Puede que no. Pero sabrá lo que era. Sabrá que hubo un número que nunca ganó, pero que no falló ni una sola vez. Que nos unía. Que nos emocionaba. Que nos enseñaba a esperar sin perder la sonrisa.

Y que eso, cuando lo piensas bien, es haber ganado algo muy grande.

 

Cada número encierra una historia, no solo un premio

Con los años he comprendido que cada décimo de lotería esconde mucho más que una posible cantidad de dinero. Esconde momentos. Voces. Una tradición familiar que no está escrita en ningún sitio, pero que se repite cada año con la misma emoción. Hay personas que no entienden por qué seguimos comprando el mismo número, incluso sabiendo que no va a tocar. Pero es que ese número, para nosotros, sí ha tocado algo importante: la memoria, la ilusión, el vínculo.

Cuando veo a mi hija sujetar el sobre marrón con cuidado, como si llevara algo delicado, me doy cuenta de que esa historia continúa. Que lo que empezó como un simple gesto de mi padre se ha convertido en un legado invisible que atraviesa generaciones. El número no sale en la radio, pero sí vive en nosotros. Y eso, sin duda, tiene más valor que cualquier premio.

 

Porque al final, es la ilusión la que queda

No recuerdo los números premiados. No sé quién ganó aquel año, ni qué coche se sorteaba, ni qué ciudad salió afortunada. Pero recuerdo su voz. Su manera de decir «apunta ese, que me ha gustado». Su forma de abrazarme cuando apagaba la radio.

Y sé que cada vez que veo un sobre marrón, o escucho la radio a lo lejos en diciembre, algo se me mueve por dentro.

No es nostalgia.

Es gratitud.

Por haber tenido a alguien que me enseñó a ilusionarme. Y por poder seguir enseñando eso mismo. Aunque el número nunca salga. Aunque no toque nada.

Porque lo mejor, como siempre decía él, ya lo estábamos compartiendo.

Y cuando por fin toque —si algún día toca— no será solo un premio. Será la confirmación de que incluso sin haber ganado, siempre fuimos afortunados.

Manténgase conectado

Facebook
X
Tumblr
Threads

Más comentados

Trucos para hacer un buen examen

Hacer un examen perfecto es todo un arte. Puede parecer una tontería ahora mismo y es que ahora mismo muchos están pensando que el único arte es el que da